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El mago que no quiso comprarse una pistola
En cierta ocasión, mi maestro de artes marciales me habló de comprar una pistola.
El decía que dedicar diez, veinte, cuarenta años de esfuerzos, sudor y entrenamientos para adquirir unas habilidades que una vez en la vida nos fueran a servir para defendernos era absurdo. Para eso es mucho mejor comprar una pistola. Decía después que la práctica del arte marcial, del Bûdo, debería tener algo más allá. Una llama que nos mueva y encienda para proseguir e iluminar el camino. Una razón.
Un motivo.
Una reflexión poderosa en una época en que la desmotivación parece pandemia y vagamos, como Víctor Frankl, en busca de sentido.
Una dama me preguntó hace poco que por qué decidí dedicar mi vida al espectáculo, a la presentación de lo imposible, a leer la mente y a adivinar el pensamiento y entretener con ello a los espectadores.
Y le hablé del hombre que se reía poco.
Era invierno, yo tenía veinte años, un maletín y una americana negra, y con eso y unas cuerdas y naipes realizaba lo que era por aquel entonces mi número de magia. Ya había algunos experimentos de mentalismo allí dentro, pero eso es lo de menos. Me contrataron para actuar en una residencia de ancianos en las afueras de la ciudad, y allí me dirigí con mis accesorios y mi americana. Las personas mayores son el público más agradecido del mundo. No solo disfrutan con cualquier cosa que presencien, sino que, por pura cuestión de la edad están más educados escénicamente. Conocen cuáles son las pausas de aplauso, cuándo hay que callar, cuándo hay que atender. Por desgracia, algunos días los tienen apagados y apenas ríen y aplauden, pero aquel día de invierno no fue uno de esos. No lo fue en absoluto. Aplaudía, reían, disfrutaban, e hicieron que yo disfrutase de presentar el espectáculo. Y sin embargo…
Y sin embargo, no puede evitar fijarme que en la primera fila había un caballero, muy elegantemente vestido con un viejo traje de tres piezas y pañuelo en la chaqueta. De aspecto serio. Y que si bien reía todos mis chistes, los reía poco, y que si bien aplaudía cada magia, lo hacía poco, aunque lo hacía siempre.
Me fijé en él dos o tres veces durante el espectáculo, y la tónica era siempre la misma: reía todo, pero poco. Aplaudía todo, pero poco.
El show llegó a su fin con una predicción en una pizarra, y los ancianos aplaudieron mi truco final. Acabado el aplauso, me dispuse a recoger mi material.
Como siempre que terminas, muchos se acercan a agradecer el espectáculo. Las señoras me llamaban guapo y los señores, de usted, me daban las gracias por el rato que habían pasado. Observé que el serio caballero que aplaudía poco aguardaba, pacientemente, su turno para hablar conmigo. Esperó. Y cuando el resto de sus compañeros de residencia se disiparon, dio un paso y me extendió la mano. De usted.
No crea, joven – me dijo – que le hemos aplaudido poco, porque lo hemos hecho con las manos viejas y cansadas, y ya no podemos aplaudir con la fuerza de antes. Pero recuerde y no olvide – continuó – que cada palmada la hemos dado con el corazón.
No dijo más. Se dio la vuelta y se marcho, despacio y tranquilo, tratando de usted al mundo. No he vuelto a verlo ni a saber nada de él, ni siquiera sé o he sabido su nombre.
Pero cada vez que siento el peso del camino y pienso en comprar aquella proverbial pistola, cierro los ojos y escucho.
Cientos de palmadas de manos viejas y cansadas, que resuenan con el estruendo del corazón.
Y así, sigo caminando.